El hábito de fingir lo que no somos
Es tal la fuerza de las imposiciones que muchas personas han recibido a lo largo de sus vidas, que algunos sienten que esa carga se les hace insoportable, sobre todo cuando la propia conciencia advierte una suerte de dualidad entre la conducta o actuación externa y lo que realmente se piensa y se siente.
Así, unos actúan como sinceros, otros como justos y ecuánimes, otros como tolerantes y flexibles, cuando en realidad harían lo contrario si las circunstancias y la ausencia de control externo permitieran y dieran lugar a la mentira, a la inequidad o a la intolerancia y rigidez.
De allí que responder con la conducta externa a una situación ejerciendo cierta tolerancia o paciencia hacia los demás por cuestiones de temor o conveniencia, podría significar haber dado una respuesta acertada ante un hecho, pero de ninguna manera podría implicar, considerando el valor intrínseco de la respuesta en sí misma, tener la virtud y la capacidad para ser honesto, tolerante o paciente. Si ocurre esto, podría tratarse de una conducta automatizada, en tanto que no fue adquirida por un aprendizaje consciente, sino por automatismos inculcados que impidieron la íntima convicción acerca de la actuación correcta.
Dichos automatismos son los recursos que la cultura familiar, escolar y social emplea para garantizar y “asegurar por afuera” la conducta considerada honesta o correcta para la convivencia social. Es así como vamos formando desde temprana edad el hábito de fingir lo que no somos.
Pues es muy probable que quienes actúen de esa manera hayan aprendido por vía de imposiciones, bajo las presiones de un temor implacable o de la conveniencia interesada. El efecto inmovilizante de tales presiones, por otra parte, no admite el cuestionamiento crítico y consciente y convierte al sujeto en un mero autómata. Por eso, ser honesto por temor o conveniencia, en realidad no es ser honesto.
Si a lo largo de la vida el edificio del comportamiento ético no partió de la íntima convicción, la conducta ética del presente no es tal; será una burda “actuación ética” promovida a instancias del temor, de la conveniencia o la costumbre.
Más aún, el catálogo de prohibiciones e imposiciones que se fue adquiriendo a través de las etapas de crecimiento a modo de yuxtaposiciones forzadas, configura el historial cognitivo y psico-emocional del sujeto y de la comunidad, provocando comportamientos aparentemente autónomos, al modo de una actuación “virtuosa” sin contenido consciente.
Estos casos nos llevan a pensar que en la construcción del edificio moral del sujeto, éste no intervino; simplemente fue un receptor pasivo de normas y valores sin el aval de la íntima convicción. Si no se educa desde la íntima convicción, las imposiciones, las amenazas y la conveniencia serán yuxtaposiciones alejadas de la conciencia, donde el comportamiento ético no es tal, sino una mera actuación. Esto explica la endeblez de las convicciones aparentes y las contradicciones del comportamiento humano.
De esta manera, nos acercamos al núcleo esencial de la conducta ética, que proviene de una capacidad conscientemente creada que le confiere contenido a un comportamiento que emerge de la misma conciencia. Ya desde temprana edad, es posible conducir al niño a la íntima convicción del comportamiento moral, siempre y cuando se respeten sus tiempos de aprendizaje y asimilación de los valores. En tal caso, el niño no actuaría por la presión de los estímulos perniciosos del premio y castigo y aprendería a lograr con autonomía la íntima convicción acerca de la actuación correcta.
De ello surge la necesidad de revisar si nuestra conducta, actitudes y comportamientos acertados son verdaderas capacidades conscientemente adquiridas o meras respuestas y actuaciones automatizadas por la costumbre o la conveniencia. Arriesgando una hipótesis polémica, quizás habría que desarticular el andamiaje proveniente de la imposición y el temor que, lejos de generar una conducta honesta válida, lleva al sujeto a una actuación cuyo automatismo lo convierte en un actor vacío, alienado y sin libreto propio.
Dr. Augusto Barcaglioni
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