El remordimiento de no haber querido ver ni escuchar
La desolación y el desamparo son emociones que, metafóricamente hablando, están impregnadas de la frialdad propia de los estados de indiferencia, soledad y aislamiento. De allí que la sufren quienes han abandonado la búsqueda del sentido de la vida, convirtiéndola en el medio utilitario de la vanidad y la ambición desmedidas.
Carente de la experiencia del amor y de la calidez que brinda el afecto desinteresado, el sujeto oportunista pervierte el sentido lúdico y humano del trabajo para transformarlo en una mera ocupación alienante. De aquí en más, su interés estará puesto en responder ciegamente a las exigencias de un sistema impersonal en el que tiene depositada toda su confianza.
La avidez por pertenecer a toda costa a ámbitos de prestigio otorgado por el poder y la fuerza del dinero, conduce al sujeto a una posición proclive al sometimiento y a la obsecuencia para afianzar un modo de vida vacío y signado por el lucimiento y el deseo de aprobación.
A su vez, el aturdimiento mental de la codicia y de la avidez por poseer entroniza y convierte el lugar de trabajo en una suerte de templo de las apariencias y de la ilusión. En tal situación el sujeto, carente de vida propia, va convirtiendo lo que piensa y hace en un repertorio de acciones y resultados con el único interés y motivación que el de ser cobijado mediante la complacencia ajena.
De esta manera, la vida personal se convierte en una paradoja deslucida por el vacío interno, propio de quien ha quedado atrapado en las garras del prestigio, del lucimiento y de la aprobación de los ocasionales interesados y aparentes protectores.
Se trata de una paradoja cuyo fatalismo radica en una paradoja aún mayor, dada en entregar y afectar los vínculos, los afectos y los valores ante la seducción de las conveniencias de lo fugaz y aparente.
Quienes quedaron sometidos al apego de la ostentación y de la frivolidad, suelen advertir el vacío tenebroso de un desamparo que, tarde o temprano, aparecerá reclamando, con cierto remordimiento, la deuda de haber hipotecado y descuidado una vida que pudo vivirse de manera más alegre, más creativa y más solidaria y autónoma.
Por eso, quienes no han querido, o no han podido por descuido o ignorancia, ver ni escucharse a sí mismos, dejaron de estar sostenidos en su propio eje e iniciativa personal. Quizás tardíamente, descubran nuevas oportunidades para ser y vivir de otra manera y con un sentido válido y promisorio.
Quien pueda advertir y vislumbrar por sí mismo nuevos vestigios que lo conduzcan a la propia superación personal, no sufrirá quizás esa fría sensación de desolación y desamparo que emerge de la temible enfermedad del vacío.
El tributo que ello exige, requiere tomar la resolución de entrar al portal de la propia vida para recorrer conscientemente y en silencio un sendero sin ostentación. Pero para evitar ser atraídos y enceguecidos por la fugacidad de las apariencias, se requiere una capacidad que solamente pueden ejercer quienes deciden y resuelven vivir con transparencia y lucidez mental.
Una vida vivida con la calidez y la sencillez de los afectos, le confiere al sujeto la titularidad de sí mismo. Y es así como, al sentir que nada lo sustituye ni remplaza, puede vivir su vida con un contenido superior, al amparo de sí mismo y de la confianza otorgada por la capacidad para elegir con equilibrio qué buscar, qué tener y cómo poseer para ser plena y verdaderamente feliz.
Dr. Augusto Barcaglioni