Sus artífices y mentores ocultos
Cuando se plantea el tema de la violencia, casi todo el mundo relaciona la misma al campo de los fenómenos visibles y de ejecución fácilmente demostrable por las formas exteriores de su manifestación a través de episodios que van de lo trivial a lo aberrante. Es la violencia en sentido genérico, que suele dejar marcas físicas (y mentales) aunque sean leves. Pero no se advierte la ejecución de lo que sería la “violencia blanca”, cometida de manera sutil e imperceptible, al punto de no ser registrada ni advertida por quien la sufre. A diferencia de la violencia física, que tiene como destinataria a cualquier parte del cuerpo, la violencia blanca se ejerce en la mente y la sensibilidad de la víctima. Es decir, tiene como destinataria el mundo interno y silencioso de quien la padece.
La violencia blanca se ejerce bajo las diversas formas del maltrato mental, con consecuencias a veces irreversibles por las “marcas” y condicionamientos que dejan, al vulnerar y empañar el delicado cristal de la propia intimidad. Es afectar e invadir el pensar y el sentir del semejante por falta de mesura, de delicadeza y prudencia por parte de quienes la rigidez, la soberbia, la altanería y la manipulación se convierten en formas habituales de agresión hacia los demás.
Así, y después de un largo tiempo, el niño que fue avergonzado por una pregunta u ocurrencia que molestó al docente, advierte en su adultez que teme hablar y preguntar en una reunión. Si a ello se agrega el estigma de la humillación proveniente de la impaciencia y la rigidez de quien educa, es probable que el afectado no encuentre motivación y estímulo para aprender y ser mejor. Y qué decir de las diversas formas en que los padres ejercen violencia cuando no escuchan, interrumpen o desvalorizan el relato de un niño que en el futuro podría ser verborrágico, apresurado o inseguro para hablar y expresarse.
Tanto la familia como la escuela constituyen los lugares primarios y básicos donde el ser humano aprende a pensar, a razonar y a confiar en sí mismo. Cuando ello no ocurre, se engendra la violencia blanca, causada por la indiferencia o la irresponsabilidad del progenitor, por la inexperiencia docente o por la incapacidad insalvable de ambos. El niño y adolescente en proceso de formación necesitan vivir la alegría de aprender por sí mismos y sentir la propia capacidad de descubrir el mundo circundante sin sufrir el padecimiento provocado por las nubes mentales del apuro, del prejuicio y de la insensibilidad de quienes deberían elevarlo.
A su vez, la observación cotidiana nos presenta casos en que los mismos adultos ejercitan y practican la violencia blanca. El mundo laboral, el campo de la amistad y la pareja suelen ser la usina controlada por expertos de “guante blanco” que convierten el clima de convivencia en atmósfera de desencuentros y maltrato mental. La indiferencia, la incomunicación, la desconfianza, la indiscreción, el control y la intolerancia, son sus herramientas predilectas, generadoras de abatimiento mental y de un deterioro del clima interno.
Esas “marcas” mentales configuran verdaderos condicionamientos y bloqueos que afectarán la manifestación del talento creativo del sujeto. La herida mortal de esta violencia es la pérdida de la confianza en sí mismo y la dificultad para valorarse y reconocer las propias cualidades. Así, y sin intervención policial, la mente sufre las hemorragias del pesimismo, del descontento y de un desgano que han de conducir a consecuencias perniciosas de incalculables dimensiones.