Una vida en medio de delaciones y traiciones
En materia de desorden de la conducta humana, la experiencia nos muestra un desvío que afecta ostensiblemente la red de convivencia e impide el logro de la paz y el acceso al bienestar de la misma comunidad. Tal desvío es la corrupción, que en su despliegue expande a escala creciente y sin escrúpulos el daño social. De allí que adopta, en la mayoría de los casos, la forma de estrago moral irreversible.
Desde los pequeños desvíos, el corrupto va armando una arquitectura caracterizada por la avidez de la posesión indebida. Y es esta avidez de posesión el elemento troncal de un desvío que, aún adoptando una aparente liviandad inofensiva, conlleva el germen del daño social, la insensibilidad y el abuso.
A diferencia de lo que sería un acto injusto, un pago indebido o el retardo de un cumplimiento orientado a un logro común, la corrupción se configura como tal no sólo por la vulneración de un bien social o por la generación de un daño de grandes alcances, sino, fundamentalmente, porque el abuso, como tal, es ejercido desde un estado de conciencia que mantiene insensible al corrupto y justifica el desvío de su proceder.
El abuso de poder y el desvío de funciones y de medios para sacar un provecho económico o de otra índole, se comportan como elementos matriciales alrededor de los cuales se encadenan innumerables desvíos que intentan afianzar, justificar y asegurar el instinto de posesión indebida. Por eso, la corrupción, como tal, afecta seriamente la dignidad del otro, negándole el derecho a un mínimo bienestar y consideración.
La vida del corrupto es una construcción vil y perversa que nace de los desvíos del pensamiento, de la sensibilidad y de la conducta, caracterizándose por la indiferencia, el egoísmo y la inequidad para dar lugar al objetivo de posesión. Es por eso que la mente del corrupto busca la posesión a toda costa y para ello altera el proceso de espera por la falta de capacidad para comprender y por su adicción compulsiva a la inmediatez del disfrute. Esto lo conduce inexorablemente a la desvergüenza y al incremento, sin retorno en la mayoría de los casos, de condiciones favorables al vicio y al descontrol.
En sentido ético, la posesión de algo surge de una relación de causalidad entre capacidad y esfuerzo y exige el cumplimiento de un proceso signado por el tiempo y la espera. Fuera de lo ético, aparece el desvío de un sistema de vida conformado por comportamientos reñidos con el sentido del bien y la ética social. Por eso, la corrupción aísla al sujeto y lo margina hacia un campo donde el engaño, la delación y la traición son sus monedas corrientes.
Este aislamiento provocado por la incapacidad de convivir sin dañar, constituye el verdadero infierno mental del corrupto, el cual se caracteriza por una suerte de cauterización y endurecimiento de la conciencia frente a los valores que rigen el sentido de la vida y la honestidad de la convivencia humana. Esta distorsión ética explica el por qué la vida del corrupto transcurre en medio de un aturdimiento mental y aislamiento constante.
El infierno mental del corrupto también se caracteriza por el hecho de que, lejos de revertir o atenuar su conducta, incrementa aún más el disvalor de la misma, bajo un estado de insaciabilidad en la búsqueda para acrecentar sin límites su poder, su fortuna o su influencia. A diferencia del ambicioso, vanidoso, egoísta o manipulador, el corrupto no puede arrepentirse ni acceder por sí mismo a un estado de conciencia superior que le permita, como podría darse en estos últimos casos, reparar el daño provocado.
De manera similar a lo que se corrompe en la naturaleza, el corrupto se presenta bajo el concepto de irrecuperabilidad y de degradación cuasi-irreversible del comportamiento. Porque la conciencia del corrupto está afectada por la incapacidad de observar en sí mismo una alternativa superior de vida y por la incapacidad de advertir y reparar el daño social que provoca sin miramiento alguno ni ponderación de sus consecuencias.
Si bien cualquier perversión o deficiencia humana deja márgenes de reversión y reparación, ello se debe a que la conciencia está de algún modo vigente de manera incipiente en la vida del sujeto. Esto permite que, tanto el ladrón, como el mentiroso o irresponsable, puedan revertir sus defectos y manifestar rasgos de bondad y equidad en otras áreas de la vida. El corrupto, en cambio, inhabilita su conciencia en el uso abusivo de un poder que busca y ejerce para sí sin escatimar en el daño social que provoca.
Es una ruptura con el orden ético-social de alcances ilimitados y abusivos, sin otra regulación que la conveniencia y la ventaja para sí mismo, en un grado de omnipotencia que convierte al corrupto en un auto-referente arrogante, insensible e implacable.
Podríamos decir que el infierno mental del corrupto no logrará su reversión si previamente no media un riguroso proceso de restitución objetiva que permita la devolución y reparación concreta y efectiva, pero nunca simbólica ni parcial, del daño provocado. Eludir este trabajo de la conciencia conlleva mantener y afianzar el estado de corrupción que afecta al corrupto, además de generar en su vida un verdadero envilecimiento y estrago interno provocados por la degradación creciente de su pensar y sentir.