Por qué buscamos el espejo cómplice de las apariencias
Tanto la obesidad como la anorexia son dos males que aquejan a nuestra sociedad y perturban la calidad de vida de muchos individuos. Sin abusar de interpretaciones psicológicas, no es difícil atribuir a ambos males el carácter de verdaderas disfunciones emocionales, cuya raíz parecería tener vertientes muy complejas que configuran la enfermedad del vacío.
Si observamos el permanente descontento e insatisfacción con que muchos individuos transitan sus días, quizás encontraremos algunas aproximaciones relacionadas con el vacío que atraviesa la existencia de quienes se sienten afectados por lo que sería la pérdida del sentido de la propia vida.
Así, para llenar dicho vacío, la mente de cada persona queda condicionada por la avidez y el consumo insaciable de estereotipos y de bienes validados por la frivolidad de una moda aceptada con reverencia. De allí la aceptación sin crítica de numerosos modelos de vida que terminan por usurpar el sitio de la conciencia y de la propia verdad.
En la búsqueda infructuosa para resolver el vacío y conocer lo que efectivamente somos y valemos, apelamos al espejo cómplice de las apariencias, buscando ser aprobados y percibidos fuera de nosotros mismos. La idolatría de la imagen social y del rol laboral aparece como referente implacable que se nutre de un prestigio que da sentido y somete la vida cotidiana al catálogo del consumismo indiscriminado.
Esto explica por qué gran parte de los jóvenes y adultos vive sumergida en un estado de angustia y de ansiedad alienante provocado por la falta de reconocimiento y de aprobación social. Pues todo ocurre según formatos externos, certificados por las pautas y creencias sociales sobre el éxito, el fracaso, el confort y la opulencia.
De allí que las formas estereotipadas del prestigio y de la aceptación social reducen la vida al consumo compulsivo de bienes y valores para lograr la aprobación de terceros y satisfacer el ego sin conocer aún el propio mundo interno. Aquí emerge la violencia de la uniformidad a través del efecto nivelador que los modelos inculcados ejercen en la mente del sujeto.
En tanto, el yo aspira a pulir y a buscar el brillo de las apariencias que se fueron gestando por la uniformidad mecánica en el pensar, en el sentir y en el obrar. Esto explica por qué los personajes construídos artificialmente por la moda provocan un impacto mental uniforme que condiciona y genera la incapacidad de los individuos para pensar por sí mismos.
La pereza mental y la holganza para pensar constituyen, así, los ingredientes de una inteligencia pasiva y lenta, cuya inercia impide al sujeto decidir con agilidad y tomar iniciativas.
Sin la actividad ni agilidad de la propia iniciativa, la inteligencia termina en el sedentarismo de un pensamiento monótono y repetitivo que coloca al sujeto en un estado de oscilaciones y contradicciones en el escenario interno de un psiquismo vulnerado y afectado por la agitación y el vacío. Tales oscilaciones se ven reflejadas, metafóricamente, en una suerte de “anorexia” emocional y de “obesidad” mental.
Podríamos decir que la obesidad mental, asociada a la lentitud e indolencia, genera anorexia emocional y la distorsión de la imagen de sí mismo y de las propias capacidades. Este es el caldo de cultivo de la sumisión y la pasividad de un sujeto que se ve impedido para reconquistar el propio espacio de intimidad y de acceder a la felicidad de una vida autónoma, dinámica y creativa.
La violencia de la uniformidad, convencionalmente establecida de antemano y paradójicamente impuesta por las formas desviadas de la cultura y la educación, genera la incondicionalidad y la sumisión mental a los “formatos” rutinariamente aceptados por un imaginario social que postula la adhesión a formas estáticas y a concepciones elaboradas por otros.
De esta manera, los afectados por la creencia de que nada puede cambiar, actúan, piensan y hablan siempre igual, bajo la engañosa ilusión de que el mundo permanece fijo, estable y seguro. Por falta de confianza en las propias capacidades, adolecen de una aparente certidumbre, alimentada por la confianza pueril en la permanencia de una vida estática y cómoda que potencia aún más la temible obesidad mental.
Es así como soslayan la formación de nuevas capacidades, ignorando que la rutina y la comodidad son los gérmenes de la esterilidad sensible, de la falta de voluntad y del oscurecimiento de la inteligencia.
Esto reclama un proceso pedagógico basado en la propia iniciativa que permita una verdadera logoversión mediante el des-aprendizaje de los condicionamientos que cumplen funciones de retardo en la vida y el re-aprendizaje necesario para superar, a través del cultivo de las propias capacidades, el vacío de la existencia.
Dr. Augusto Barcaglioni