La violencia blanca que conduce a la humillación ajena
Dicen que cuando dios decide perder a algún ser humano, le envía la soberbia. Parecería ser que para corregir, enseñar o castigar a quien transgredió alguna ley universal, a pesar de ello el todopoderoso siempre le otorgará posibilidades de recuperación y encauzamiento; jamás buscará perderlo.
Pero, siguiendo la metáfora, a quien sí dios querría perder para siempre y ausentarlo de su mirada le envía algo aparentemente liviano y sin contenido punitivo. Simplemente le envía la soberbia, que lo ha de enceguecer y alejar de todo, a fin de quedar fuera del circuito de la rehabilitación y de la auto-corrección. Así, con la soberbia el individuo queda fuera de sí mismo, alejado de la realidad y marginado de la comunidad de amigos y del vínculo afectivo con los demás.
A diferencia de la envidia, la soberbia parecería no afectar, ni humillar ni degradar a quien la posee, pero se vale del recurso de humillar a otros. Por eso se presenta con una modalidad que lleva a construir la imagen de una superioridad aparente y ficticia de sí mismo, basada en la subestimación, la descalificación y la desvalorización del prójimo. Si bien este estigma agresivo se mantiene vigente en el grupo de allegados, éstos soportan al soberbio sin dejar de advertir el ridículo que ofrece al creerse con mayor capacidad o conocimientos que aquellos a quienes subestima y desvaloriza. De allí que la soberbia es el estigma que no deja ver la realidad propia ni la ajena, con el agravante de humillar de manera despectiva y ofendente.
Desde una simple burla o un inofensivo insulto, pasando por la indiferencia, la falta de respeto, el menosprecio prejuicioso, o la injuria, sea en sus formas leves o graves, la soberbia busca la humillación y la descalificación del otro. Esto explica por qué el mismo dios opta por perder a través de la soberbia a quien ya no quiere ver jamás. Parecería, de acuerdo con la metáfora, que ese rechazo inusual por parte del supremo se correlaciona con una modalidad y un engreimiento cuyo ridículo no deja de repugnar a la inteligencia, generando el rechazo hacia aquel que creyéndose superior imagina vivir una realidad y ser de una manera que no son tales.
Si se rememoran los hechos salientes de la vida personal, quizás se advierta que en el recorrido de ese trayecto el soberbio es el resultado del ejercicio de diferentes formas de "violencia blanca" ejercida por padres, docentes y allegados en el ámbito familiar, laboral o social y en determinadas etapas de la vida infantil, adolescente o adulta. Si el niño, ya desde el seno familiar, no escucha ni observa a sus padres compartir las cosas, ser generoso, ayudar a los demás, decir las cosas y expresarse con modestia y sencillez, tal omisión es violencia blanca y genera consecuencias que han de conspirar contra su vida social y su desarrollo personal.
Y si a ello se agrega que la escuela no realiza esfuerzos para que sus docentes puedan evitar con profesionalidad, tanto en el aula como fuera de ella, las formas subrepticias de la competencia, la indiferencia, la subestimación, la intolerancia o el rechazo discriminatorio proveniente del modo de ser o actuar, tales omisiones y descuidos configuran verdaderos estados de violencia por vía de omisión y negligencia.
Y si el niño y el adolescente aprenden a simular, a fingir cualidades que no tienen, a despreciar al que no piensa igual o a quien carece de recursos a instancias del prejuicio y la insensibilidad de los adultos, ello configura la violencia blanca que termina en el estado de soberbia, en la arrogancia y en el desprecio a los demás por el mero hecho de querer destacar la propia imagen.
Un elemento relacionado con la violencia blanca que genera la soberbia es el elogio. Cuando se enaltece de manera equilibrada, razonable y moderada una cualidad, el elogio recibido se transforma en un verdadero estímulo. Pero cuando se exagera el elogio, de modo que excede el volumen de los atributos reales de la persona a quien se le otorga el halago, éste se transforma en una alabanza sin fundamento que termina, a través de múltiples reiteraciones, en la soberbia de quien cree ser o tener lo que no es ni tiene. De igual manera, un elogio defectuoso, fundado en un error de apreciación, puede inducir un estado de soberbia en un receptor poco inclinado a reflexionar con objetividad y modestia intelectual sobre las propias cualidades y valores.
Excepto el caso en que el elogio es razonable, las formas exageradas o defectuosas de elogiar o alabar nos colocan frente a la violencia blanca. De esto nos consta en los diferentes momentos de la vida cotidiana y constituye un campo fértil para que el soberbio termine en el ridículo y en la fantasía ilusoria de una superioridad sin fundamento real. Tanto es así que, en ese enceguecimiento ridículo, el soberbio no descarta competir con desdén ante quienes objetivamente presentan una idoneidad mayor y demuestran tener cualidades y valores que aquél no posee.
Sin embargo, la ignorancia que el soberbio tiene sobre sí mismo no sería el motivo suficiente para provocar el rechazo y el no-perdón por parte de los demás. Es el placer casi compulsivo e irresistible de humillar al semejante lo que pierde definitivamente al soberbio en un ridículo irreversible e imperdonable que al propios dios, según nuestra metáfora, molesta.
A modo de reflexión, cabe preguntar si la crisis en la convivencia y la falta de solidaridad social, si los problemas del liderazgo en las organizaciones, si la falta de alegría y la violencia en la escuela, si la ruptura de los vínculos, si el deterioro del clima laboral, si el stress y el bajo rendimiento de los individuos y grupos, constituyen las secuelas inevitables del estigma agresivo de una soberbia ejercida por quien debería ser ejemplo de modestia, sencillez y realismo.
Dr. Augusto Barcaglioni