Entre el disfrute fugaz y la capacidad para disfrutar
Se comenta habitualmente que la felicidad tiene un carácter esquivo, que es imposible lograrla y que se presenta siempre fugaz. De esta manera, casi todos tratan de convencerse de que con los pequeños detalles de la vida cotidiana, con la alegría que provoca la percepción de un paisaje, con un gesto sencillo, con la preparación de una buena comida o con la lectura de un libro, se pueden encontrar en tales situaciones fragmentos de felicidad. Esto podría explicar el hecho tan conocido de que, para estimular el consumo de un determinado servicio o bien, la publicidad apele a la confusa afirmación de que la felicidad está hecha de pequeños momentos.
Si bien los pequeños momentos forman parte de una vida feliz, tal percepción resulta insuficiente y fragmentaria. Pues se confunden las sensaciones gratas, brindadas por un objeto o situación anhelada, con la felicidad genuina. Esta distorsión, que adscribe la felicidad a un estado de placer, sesgado por las sensaciones gratas otorgadas por ciertos objetos de turno o de moda, resulta ser un proceso engañoso que desencadena un vacío difícil de advertir en los momentos de gratificación.
Cuando alguien disfruta de una situación o episodio, ello implica que se posee una capacidad de disfrute y una predisposición para captar con alegría los pormenores del hecho placentero. Pero el hecho placentero en sí no es la causa de la felicidad, por lo que habrá que indagar más a fondo acerca de la realidad que nos hace feliz. Si bien una puesta de sol provoca placer o alegría intensa, tal disfrute no permanecería estable si previamente no tenemos la disposición mental y sensible para disfrutarlo. En la medida que el sujeto tenga esa disposición estable para ser feliz, podrá disfrutar los pequeños momentos y no a la inversa, como pretende, en este último caso, quien deposita en objetos tangibles o, incluso, de corte espiritual, el acceso a la felicidad.
Esto explica por qué tenemos momentos de alegría o disfrute en ciertas circunstancias y carecemos de esa posibilidad en muchas otras. Quienes carecen de esta capacidad o no advierten su disposición para ser feliz, caen en la ilusión de creer que la felicidad es un “producto” que se adquiere desde lo externo mediante objetos y situaciones que ejercen seducción y gran satisfacción. De allí que tanto el dinero, la conquista de una posición social, el lucimiento personal, los títulos académicos y las diferentes formas del éxito, se presentan como objetos de consumo que ilusoriamente generan en el sujeto un estado de felicidad cuya fugacidad guarda una relación directa con la falta de conciencia acerca de su realidad interna.
De allí que cuando sentimos emociones gratas y estables ante un hecho concreto, las mismas surgen desde la realidad interna de quien advierte en sí mismo una comprensión superior acerca de sí mismo. Este estado de conciencia permite al sujeto disfrutar la aparición de posibles hechos felices en el transcurso de su vida. De esta manera, y en función de esta capacidad, los hechos de la vida cotidiana se van eslabonando entre sí, amalgamados por la estabilidad y equilibrio que brinda la conciencia de la capacidad para disfrutar.
Es la capacidad interna (vislumbrada como alegría de la propia aceptación y como estado de gratitud ante la vida como fuerza constructiva), el fundamento de la felicidad y lo que permite enhebrar cada hecho o situación en un todo o ámbito de plenitud sensible configurado por la propia vida. Para ello, se requiere un estado de conciencia que permita al sujeto elevarse por sobre los hechos que brindan estímulos fugaces y fragmentos efímeros de felicidad y que no se los sabe comprender ni integrar a la propia vida.
Ese estado elevado de conciencia nos permite advertir que no es posible ser feliz para determinados hechos y no serlo para otros. Sería el caso de quienes buscan un disfrute ilusorio en determinados bienes y valores, desechando hacerlo respecto de otros. Cuando se es realmente feliz, no hay exclusión de los bienes que se brindan al ser humano, dado que la capacidad de ser feliz por la comprensión y aceptación de la propia realidad y por el proceso de construcción de la escultura de sí mismo, se comporta como un elemento atractor que imanta a todos los bienes que rodean al sujeto y que le confieren la estabilidad del disfrute.
Es decir, el sujeto es feliz por la capacidad que posee para atraer todos los hechos que aparecen en su vida. Esta es la explicación acerca de por qué sería incoherente que un individuo sea feliz con las pequeñas cosas cotidianas que se le presentan de manera aislada, inestable y al margen de la totalidad atractora que presenta la propia capacidad y disposición para ser conscientemente feliz.
De aquí surge el mito de la felicidad cotidiana, que postula un bienestar por estimulación externa, sin atender la capacidad real del sujeto para acceder a la felicidad a partir de la percepción y conciencia de la propia vida. Por eso, sería más propio hablar de alegrías cotidianas y no de felicidades cotidianas. Las primeras provienen de la satisfacción ante la posesión de un bien externo; las segundas surgen del carácter atractor que ejerce la estabilidad de la propia capacidad para disfrutar. Las primeras son hechos comunes y gratos del momento; las segundas son, simplemente, una disposición estable a ser feliz ante las realidades superiores de la vida.
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