La contradicción humana

Entre la fuerza destructiva y la capacidad constructiva

En el campo de la conducta y de la amplia variedad de los comportamientos humanos, encontramos diferentes actitudes de los individuos que oscilan, a veces de manera contradictoria e inexplicable, entre dos extremos en lucha que manifiestan una constante fluctuación entre la fuerza destructiva y la capacidad constructiva ínsitas en toda psicología humana. Esto explica por qué es necesario el esfuerzo y la voluntad individual para dirimir una colisión interna de fuerzas y energías en constante lucha y oposición.
Si bien nadie ostenta la perfección absoluta al punto de actuar de manera rigurosamente precisa y acertada en todo momento y en todos los aspectos de la vida, tampoco nadie vive en una absoluta denigración que afecte la totalidad de su vida. En la experiencia del mundo interno de cada individuo se advierte un campo de energías en permanente contraposición y que, según su capacidad, formación y sensibilidad, el sujeto podrá resolver o encauzar en un sentido u otro. Es este mosaico disímil de las experiencias internas lo que diferencia a los individuos entre sí:
– Mientras unos actúan con generosidad y espontánea solidaridad, otros actúan con egoísmo y provecho propio.
– Mientras unos cuidan los bienes del prójimo, otros los arrebatan para sí mismos.
– Mientras unos cuidan no ofender ni lastimar la dignidad de terceros, otros actúan sin delicadeza para mancillar la vida íntima de los demás.
– Mientras unos trabajan responsablemente para orientar sin engañar a un posible comprador, otros esgrimen estrategias de venta para seducir y confundir.
– Mientras unos viven de manera sencilla y transparente bajo el amparo de una austeridad conscientemente cultivada, otros concentran sus energías para atender las apariencias de un neurótico ritual social, caracterizado por la avidez y necesidad compulsiva de ser tenido en cuenta y valorado a cualquier precio por los demás.
– Mientras el pudor y la sinceridad de algunos fortalecen los vínculos, el engaño de otros termina por afectar las emociones de quienes creen en los verdaderos valores.
– Mientras unos despliegan una energía constructiva nacida desde lo más íntimo de su ser, otros despliegan una energía destructiva y estéril cuya fuerza impulsiva termina en el opacamiento y destrucción de los vínculos.
– Mientras algunos orientan su voluntad a la mejora personal, otros viven la vida con avidez destructiva y son capaces de desplegar sin compasión alguna su capacidad de daño.
Utilizando tales imágenes, surge el gran interrogante acerca de por qué unos y otros actúan de manera tan opuesta y disímil. Generalmente observamos sus comportamientos externos, pero no alcanzamos a comprender de dónde provienen ni por qué ni cómo se gestan. Al respecto, tendríamos que afirmar que tanto las conductas como los comportamientos, en general, están ligados a lo que el sujeto interiormente concibe e interpreta de su propia vida, a cómo la trata y si la cuida como algo que posea un valor trascendente y no efímero o trivial.
Así, la conducta de seres destructivos y propensos al daño surge de haber transformado la vida y la dignidad ajenas como cosas manipulables y sin valor alguno, al punto de generar un estado de indiferencia y cosificación de las relaciones y vínculos humanos. En el caso opuesto, la conducta que responde a la conciencia honesta, despliega una energía constructiva de respeto, tolerancia y honestidad inherente a todo ser humano consciente y responsable. Esto tiene una explicación y un fundamento cognitivo respecto de por qué mientras se genera agresión, ofensa, daño o destrucción en un caso, se cultiva el respeto, la generosidad, la tolerancia y la paciencia en otros.
De allí surge una consecuencia pedagógica de indudable alcance ético y social: quienes dominan a conciencia ese juego interno de energías contrapuestas y lo orientan a mejorar la propia conducta, difieren de aquellos que actúan con indiferencia por no advertir, o no querer advertir, ese juego de opuestos ante el cual no pueden, o no quieren, decidir el sentido de la acción correcta u honesta. Esto, al punto de que, quizás con cierta exageración según los casos, se llega a afirmar que tales desvíos de la conducta reducen la condición humana al estado primitivo y de incultura que caracteriza a los seres inferiores. Por tal razón, una educación orientada al desarrollo personal y a la búsqueda de la perfección resulta por demás insoslayable y evidente.
Por otra parte, la falta de conciencia conduce a vivir “compactado” y “fusionado” en una alianza permanente con una vida fácil, sin exigencias ni voluntad de superación y con la comodidad que brinda una satisfacción instintiva que dispensa pensar, reflexionar y actuar con responsabilidad. Salvo atisbos fugaces de reflexión sobre sí mismo, el delincuente seguramente vivirá compactado en ese estado primitivo que le impide pensar, ya que actúa a instancias de pulsiones incontrolables. Al no observarse a sí mismo, permanece fusionado en una suerte de “bloque” endurecido que lo hace insensible. En ese estado primitivo, orienta su vida y su conducta al daño como forma de supervivencia.
Ello no excluye los casos de quienes planifican con inteligencia acciones, actividades o delitos que requieren una precisión técnica adquirida por una formación profesional, y hasta de nivel superior, lograda al margen de la función social y solidaria del conocimiento. La experiencia muestra cómo profesionales graduados en el nivel superior de enseñanza ponen al servicio de intereses incompatibles con la ética y la convivencia humana sus destrezas y conocimientos, sea en el campo de la medicina, de la ingeniería, del derecho, de la economía, para beneficio e interés propio, familiar o de grupos.
Todos desean poseer; quien respeta su sensibilidad orienta su impulso de posesión a través del propio esfuerzo, la disciplina y la confianza en la capacidad que advierte en sí mismo. Quien daña a otros (o a sí mismo) para obtener un bien a toda costa (sea en términos de arrebato cuando se trata de bienes tangibles; sea en términos de difamación o inequidad) no ha desarrollado en sí mismo la capacidad de autorregulación. Por eso, quienes infringen la propia dignidad personal y la del prójimo carecen de estos mecanismos regulatorios y quedan a expensas de una fuerza que interiormente los domina para satisfacer anárquica y caóticamente sus impulsos y deseos.
Contrariamente, el hombre moralmente evolucionado habilita dentro de sí espacios de reflexión que, como rasgo evolutivo y promisorio para su vida, genera un ámbito dentro del cual tendrá que decidir su evolución en la lucha que surge del juego de aquellas energías en permanente contraposición. Esto lo diferencia y jerarquiza respecto de quien no posee principios evolutivos ni concibe su vida en términos de perfeccionamiento integral de su condición humana. De allí que aquél, en ese espacio de lucha reflexiva para superarse a sí mismo constantemente, hace de su vida algo superior y trascendente, en cuyo acontecer todo cambio y decisión son planteados desde la honestidad del proceder.
Esta dinámica de fluctuaciones internas configura una lucha ínsita en la condición humana y debe ser fortalecida por una educación superior que apele a la evolución de la conciencia. Como señalamos al comienzo, nadie nace en estado diáfano y de perfección absoluta e impoluta ni tampoco se da el caso inverso de absoluta imperfección y vacío. Se trata de una lucha creativa y promisoria a la que la humanidad tendrá que apelar para no ceder ante el nihilismo y el abandono.

Ver: http://cognitio.com.ar/2013/09/entre-la-etica-de-la-conveniencia-y-la-etica-del-temor/

Dr. Augusto Barcaglioni
 
 
 
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Dr. en Ciencias de la Educación. Profesor de Lógica y Psicología (UCA). Contacto: barcaglioni@hotmail.com.ar