Para poder actuar con autonomía, la conciencia de quien está en uso de razón siempre recurrirá a un espacio de silencio para gobernar su conducta y tomar decisiones en cualquier campo de su vida personal. Promover y respetar ese espacio de reflexión y silencio es el deber que por naturaleza les cabe a todos los padres. Por eso dijimos en nuestra nota anterior que ese anhelo casi sagrado de acceder a una formación superior no debería ser profanado por los padres y educadores, dado que no poseen el derecho a intervenir y hacer “ruido” con palabras distractoras y sugerencias inoportunas. De allí que el arte de educar se debate entre el derecho abusivo de una intervención inoportuna o el deber de respetar el silencio interno y la intimidad de quien busca y está aprendiendo a pensar por sí mismo.
Es comprensible que quien ha recorrido parte del trayecto de la vida y tenga la experiencia de sus obstáculos trate de anticipar y “pavimentar” el camino a sus propios hijos. Mas es necesario comprender que, si bien el anhelo educador de todo padre busca siempre el beneficio de sus hijos, dicho anhelo hay que situarlo en la instancia del EDUCERE y no en la del EDUCARE. En el primer caso, la ejecución y titularidad del trayecto la lleva a cabo con alegría y dolor quien está en situación de querer aprender a conciencia; en el segundo, dicha titularidad se diluye por el malestar e incomodidad de un aprendizaje forzado mediante sugerencias inoportunas que, por provenir del exterior y avasallar al ámbito interno, terminan por generar perturbaciones con pensamientos y estereotipos ajenos a la propia conciencia.
Esto significa que la decisión para mejorar y el anhelo de superación surgen y se gestan en la conciencia. Fuera de la conciencia el cambio es aparente y no permite el perfeccionamiento individual, ya que podría obedecer a razones de manipulación, conveniencia o temor. De allí que el EDUCERE, a diferencia del EDUCARE, es un proceso que nace en la misma conciencia; es el proceso silencioso de la íntima convicción que se nutre en la conciencia individual de quien aprende. Esto constituye el fundamento pedagógico acerca de por qué el cultivo de una discreta distancia por parte de los padres les permitirá optar con objetividad y sin error entre el derecho a avasallar a sus hijos con gestos de entrometimiento o el deber de respetar su íntimo silencio.
En la medida que los padres y educadores realicen su praxis formativa imponiendo valores “ciegos”, detendrán el proceso formativo y de superación personal. Entendemos por valores “ciegos” a aquellos enunciados éticos y normativos que se mantienen en la periferia de la conciencia sin que la misma pueda acceder a la íntima convicción. Pues sin convicción, el valor de los enunciados y normas carecen del aval de la conciencia autónoma del joven y terminan por convertir a éste en un mero repetidor autómata de lo que se debería hacer y cómo se debería vivir.
Por todo ello, y acorde con los principios pedagógicos universales, saber declinar ese derecho a la intromisión y a la invasión conceptual en nombre de una supuesta verdad, para dar lugar al proceso silencioso de la conciencia de los jóvenes en proceso de formación, constituye un acto de alta generosidad y sabiduría. Mas ello ha de requerir el ejercicio de una serena ubicación y una equilibrada comprensión como garantía de salud, respeto, dignidad y bienestar en el seno de una familia que convierte el ejemplo vivo en el instrumento más elocuente de orientación y educación.