Por qué nos cuesta ser honestos

Una hipótesis sobre la contradicción humana

Desde niños nos enseñan una serie de normas para lograr un comportamiento aceptable en la vida de relación y evitar conductas reñidas con el sentido ético vigente en la sociedad. Esto obedece a la conveniencia social de evitar actitudes perturbadoras y a la aspiración familiar y cultural de llegar a ser una persona honorable y honesta. En tal sentido, los educadores, en su rol de padres y docentes, aspiran a formar personas capaces de obrar en el sentido de aquellos valores cuya práctica conduce a una supuesta rectitud moral. Esto es aceptado sin cuestionamiento alguno por la gran mayoría de las sociedades y culturas. 
Sin embargo, dicho enfoque es insuficiente y hasta puede tener cierta ingenuidad, pues se fomenta el comportamiento honesto por razones de conveniencia social y se soslaya la razón fundamental por la que se legitima la validez de toda acción moral. De allí que es muy probable que quienes creen actuar de manera honesta, en realidad han aprendido a desarrollar y automatizar conductas socialmente aceptables por la vía de imposiciones y bajo el temor implacable de no ser aprobados socialmente. Esto determina la diferencia entre una ética ejercida por mera conveniencia interesada y una ética sustentada en la íntima convicción.
Por eso, no basta ni es suficiente responder, ante ciertas circunstancias, con una conducta ya prefijada por las costumbres y tradiciones y que se instaló en la sociedad como un formato que provoca la aceptación ajena. Lejos de esta suerte de mandato extrínseco alejado de la íntima convicción, es necesario tener constancia interna del aprendizaje llevado a cabo de manera consciente y autónoma para lograr cualidades y virtudes sin haber tenido que apelar al temor o a la conveniencia.
En tal sentido, podríamos decir que ser honesto por temor o conveniencia, en realidad no es ser honesto, pues tal comportamiento no emerge de un aprendizaje consciente sino por automatismos inculcados mecánicamente por la familia y la cultura social. En sentido riguroso, estaríamos en presencia de un comportamiento aparentemente honesto, tal como ocurre frecuentemente en quienes actúan frente a los demás ostentando una conducta revestida con apariencias de honestidad y corrección. 
Esto nos lleva a concluir que la conciencia individual, a diferencia de las imposiciones de la costumbre, dictamina el sentido y la validez de lo honesto, al punto de que aún cuando el comportamiento pueda aparecer honesto, tal honestidad no es tal si el dictamen implacable de la conciencia está ausente.
Por eso, entrando en un plano polémico e hipotético, podríamos decir que el deshonesto, en la medida que sea consciente de su condición, quizás pueda estar más cerca para decidir revertir por sí mismo su propia situación y superarse frente a quienes adoptan conductas provenientes de una moralidad automatizada que se comporta como la “mordaza” propia de una robotización del pensar y sentir. En este caso, se desliza una falsa percepción acerca de sí mismo, dado que el sujeto cree haber alcanzado una conducta ética mediante una supuesta e imaginaria práctica de los valores inculcados a través del temor o la conveniencia interesada.
Este desplazamiento de la conciencia y de la íntima convicción es el caldo de cultivo para que  las pretensiones autoritarias, la rigidez de la tradición, la avidez por pertenecer y la necesidad de la aprobación social  utilicen un sistema de imposición de normas debeístas y el recurso de la culpa y el temor como instrumentos de sumisión alejado de toda convicción e incompatible con la autonomía de pensamiento.      
Surge, en todo este proceso de sumisión, un paralelismo entre la forma conductista de enseñar contenidos rígidos de aprendizaje y la forma, también conductista, de resolver y superar de manera aparente la lucha y las tensiones de las pulsiones instintivas del egoísmo y la conveniencia mediante un catálogo de prohibiciones. Utilizar un repertorio de imposiciones conduce a la coerción mecánica del obrar, sin generar capacidades que permitan resolver con convicción dicha lucha con decisión autónoma y no por el temor y la conveniencia de evitar los efectos y consecuencias adversas provenientes de la conducta deficiente.
Por esto nos cuesta ser honestos, ya que en ese contexto conductista no se ejercita la libertad ni la íntima convicción frente a los valores, sino la sumisión por las vías de la culpa y el temor. Al obrar sin esa convicción consciente, en realidad terminamos por no ser honestos, aunque  creamos que lo somos, con el agravante de que tal creencia nos lleva a experimentar la burda sensación de satisfacer los reclamos de honestidad de la convivencia humana. Esta es una de las  hipótesis más profundas acerca de a contradicción humana, pues cala a fondo el comportamiento y la conducta de los individuos teniendo en cuenta aquello que lo diferencia y le confiere su más alta dignidad, que es la conciencia. 
Esta hipótesis explica la raíz cognitiva del por qué nos cuesta ser honestos, pues careciendo de la íntima convicción de lo honesto, la apariencia sustituye la conciencia individual y se comporta como la máscara que oculta el vacío de una cualidad que no se posee. Así, emerge una ética de la costumbre, aceptada y practicada por una sociedad que da por válido y no cuestiona el ejercicio de hábitos mecánicos cuyo origen no reconoce a la conciencia ni coloca a la íntima convicción como elemento ético central de la vida humana.

 

Cognitio
About Cognitio 264 Articles
Dr. en Ciencias de la Educación. Profesor de Lógica y Psicología (UCA). Contacto: barcaglioni@hotmail.com.ar